AL ENEMIGO DE LA PAZ.
Si huviese un hombre que viviese
solo en la tierra, siempre estaría obligado á dos cosas, que son
honrar la Divinidad, y respetarse á si mismo viviendo de un modo
sabio y reglado. Pero quando vive en sociedad, tiene otras
obligaciones á que atender. Dios es el Padre comun de una gran
familia, cuyos hijos son los hombres, unidos por el lazo de la
humanidad, formados unos para otros, y obligados por
consiguiente á concurrir al bien público, y á ayudarse mutuamente en
todo; así que el hombre no debe limitar su atencion, ni su célo á
solo el lugar de su nacimiento, sino considerarse como Ciudadano del
mundo entero, que en este sentido no es mas que una Ciudad. Los
Holandeses comercian con los habitantes del Japon: nosotros tenemos
comercio con aquellos, y de aqui resulta que tambien lo tenemos con
los pueblos que están en la extremidad de la tierra; porque la
utilidad que los Holandeses sacan de estos muda su estado con
respecto á nosotros, y les da medios de servirnos ó dañarnos. Esto
mismo se puede decir de todas las demas Naciones, que siempre por
alguna razon nos corresponden á nosotros, y entran en la cadena que
liga á todos los hombres entre sí por mutuas necesidades.
Si el hombre, pues, ha nacido para el hombre, y se contempla como
Ciudadano universal ¿con quanta mas razon lo será del
Reyno donde ha nacido, y vive, de la Ciudad donde habita, de la
sociedad de que es miembro, y en fin de sí mismo y de su corazon?
Nuestras diversas pasiones y nuestros pensamientos necesitan ser
analogos al caracter del Pueblo con quien es preciso vivir, para que
de aqui resulte la armonía exterior, mas util y mas facil de
conciliar que la interior. Sin embargo, quando la Sagrada Escritura nos obliga á buscar la paz de la
Ciudad donde habitamos, lo entiende igualmente de todas las demás
del mundo, y de nosotros mismos; y por esta razon es necesario que
trabajemos en adquirirla por tan diversos medios, como son mas ó
menos graves las dificultades que se ofrecen.
Pero no se podrá regularmente procurar la paz del mundo, ni de los
Reynos, si á todos los medios que el hombre ponga no añade el favor
Divino. Esta es nuestra obligacion, y en tanto debemos
cumplir con ella, en quanto es cierto que las turbaciones exteriores
que dividen los Reynos provienen muchas veces del poco cuidado que
tenemos en pedir la paz á Dios, y del ningun
reconocimiento quando nos la ha concedido. Las guerras temporales
tienen tan estraños motivos y efectos tan funestos, que nadie podrá
conocerlos bien;
y por esta razon, quando
S. Pablo encarga que pidamos por los
Reyes del mundo, denota expresamente como un principio de esta
obligacion, la necesidad que tenemos de la tranquilidad exterior.
Veamos, pues, primero como el hombre debe procurar la paz consigo
mismo, que es el mayor triunfo que el Cielo le ha señalado, para
proporcionarse así la de la sociedad en que vive. ¿Será medio de procurarsela, fomentar
las pasiones que abriga en sí mismo? La ambicion y la vanidad,
deseada una y otra con tanto ardor, podrán acaso fi-xar
la felicidad temporal que anhelamos? y en fin ¿Sin saber hacernos
amar, podrá ser que haya quien nos ame? ¡O ceguedad! ¡O torpeza del
hombre la mas deplorable de quantas tienen cabida en la debilidad de
su razon! ¡Y que haya quien despues de cometer la culpa se atreva á
defenderla! Un instante no mas quiero me oygas, querido Tarpa; y si no te convenciese, puedes seguir
libremente con tu altanería, con tu sobervia, con tu obstinacion en
pensar, y con tu ayre decisivo. Dejaré solo para Aristipo, si, para el docil y amable
Aristipo mis
instrucciones.
Es de una extrema importancia para el hombre, si quiere mantener la
tranquilidad en sí mismo, que haga la paz con sus semejantes unidos
á él por los lazos mas estrechos; lo que no podrá conseguir sinó
reglando sus pensamientos, y moderando sus pasiones. Es preciso que
tenga presente, que los hombres no se conducen por lo regular en su vida por la Fé, ni por la razon. Siguen, si,
temerariamente las impresiones que los objetos presentes hacen en
ellos, ó que les causan tambien las opiniones que han recibido por
aquellos que les rodean; y hay muy pocos que se dediquen con algun
cuidado á considerar lo que les es verdaderamente util para pasar
felizmente esta vida, ó segun Dios, ó segun el mundo. Si
parasen en esto la reflexion, verian que la Fé y la razon están de
acuerdo con los mas de los deberes y acciones de los hombres; que
las cosas de que la Religion nos aparta son á veces tan contrarias
al reposo de esta vida, como al de la otra; y que la mayor parte de
aquellas á que la misma Religion nos lleva, contribuyen mas á la
felicidad temporal, que todo quanto pueden adquirir nuestra ambicion
y vanidad. Nada, pues, hay mas digno de nuestro aprecio, que esta
combinacion de la Fé y la razon: aquella, porque nos impone la
obligacion de conservar la paz con los que nos están
unidos, como una de las mas esenciales á la piedad christiana; y
esta porque nos conduce á ella como a una de las mas importantes
para nuestro propio interés.
Descendamos ahora á los motivos de choque. ¿Qual es el origen de
muchas de nuestras inquietudes y desavenencias? Será por ventura
otro que la imprudencia de picar las pasiones agenas? Yo á lo menos
así lo pienso; y sinó hagamos justicia. Raras veces sucede que
qualquiera hable mal de otro sin haverle dado motivo, ni que tenga
gusto en hacerle daño, y chocar con el por mera gracia. En algo este
debió contribuir para esto, y no haviendo causas próxîmas,
precisamente las ha de haver remotas. Nosotros somos quienes
disponemos á los hombres por pequeñas indiscrecciones [sic], á tomar
á mal lo que ellos sufrirían sin pena, si sus corazones no huviesen
concebido algun principio de acrimonia; y nosotros somos quienes
cooperamos por nuestra culpa á estas inquietudes, y
turbaciones que los otros nos causan. Pensemos ya, pues, en el
importante remedio de sanar estos males de la vida. Dediquemonos á
evitarlos, precaviendo no chocar con nuestros semejantes. La ciencia
que nos enseña á hacerlo nos es mil veces mas util que todas las que
los hombres aprenden con tanto cuidado. Si saben el arte de domar
los animales, y emplearlos en el uso de la vida ¿será dificultoso
saber el de hacerse los hombres utiles, é impedir que no les turben
ni hagan su vida desgraciada? No lo creo, aunque la experiencia
podía hacerme vacilar, y obligarme á creer que la estupidez del
hombre en quanto á esto es mas grande. Pero ¿que dificultades son
las que se ofrecen en la adquisicion de esta ciencia, por que quando
aquel no las vence, sin duda pueden ser inacesibles? O....! Si por
cierto, lo son. Y ¿porque? Lo primero, porque se necesita dulzura en
las pala-bras para multiplicar los amigos, y apaciguar
los enemigos: lo segundo, porque tambien es preciso que las
respuestas sean dulces para aplacar la colera, y no agrias, porque
estas excitan el furor; y lo tercero, porque no haviendo cosa que
menos se consulte que la Fé y la Religion, de aquí es que mal se
podrá dar credito á la autoridad de sus preceptos, y á las razones
Divinas que nos proponen. Si oyesemos á Jesuchristo que hace de la paz dos Bienaventuranzas,
declarando felices á los dulces, y prometiendoles la posesion de la
tierra; y á S. Pablo, que
hace una ley expresa en quanto á la paz, mandando que la guardemos,
si puede ser, con los demás hombres, y
que tengamos paciencia y dulzura con todo el mundo, pues que este es
el espíritu de la Iglesia, cumpliriamos con aquellos preceptos, y
nos indemnizaríamos de la responsabilidad de no hacerlo así.
Pero esta es la mayor dificultad que tenemos, por la formidable
guerra que nos han puesto las pasiones.
Hasta aquí te he hablado, amigo Tarpa, de los medios de conservar la paz contigo
mismo, de que resulta necesariamente la que debes tener con los
demás hombres; pero para tu claridad daré á esta segunda parte la
posible extension.
No hay cosa tan conforme al
espíritu de la Ley nueva, como la práctica de este deber, y se puede
decir que este es el sendero por donde aquella nos lleva por su
esencia misma; porque así como el mal deseo, que es la ley de la
carne, es un manantial de divisiones que desunen al hombre de Dios,
y por consiguiente de sí mismo, así por lo contrario es propio de la
caridad, que es la Ley nueva de Jesuchristo, reparar todas estas desuniones que el
pecado ha producido; reconciliar al hombre con Dios, y reconciliarle con los demás hombres
quitandole el deseo de dominarlos. Es, pues, imposible que aquella
sea viva y sincera en el corazon humano, sin producir estos
principales efectos. ¿Como luego será posible amar los
hombres sin desear servirlos? y como se les podrá servir sin estar á
bien con ellos? La paz interior es la primera disposicion que les
puede hacer utiles nuestras obras, ó nuestras palabras; y quando no
se les puede servir con palabras de edificacion, se les sirve
tambien con el silencio, y con el exemplo de la modestia, de la
paciencia, y de las demás virtudes. Es cierto que ni aun de estos
modos les podemos á veces servir, pero entonces conviene no hacerles
daño. Y ¿como se les daña? Exponiendoles á chocar con nosotros, á
hacer malos juicios, y á entrar en alguna tibieza con nosotros
mismos, disponiendoles á tomar á mal nuestras acciones ó palabras, á
hablar de nosotros de un modo que no sería bastante equitativo, y
que dañaría su conciencia; y en fin á despreciar la verdad en
nuestra boca, y á no amar la Justicia quando la defendemos.
¡Cosas por cierto dificiles de prac-ticar son las que me
propones, venerable y Christiano Caton! – Aguarda un poco, querido
Tarpa, que aun no lo he dicho todo. El medio de acertar en la práctica del
primero de estos deberes, que es no herir los hombres, es saber lo
que les repugna, y forma en ellos esta impresion que causa la
aversion. Exâminemos las diversas causas que son capaces de
producirla, y hallaremos que se pueden reducir á dos, que son la
condicion de sus opiniones, y la oposicion á sus pasiones. Los
hombres son naturalmente adictos á sus opiniones, porque jamas están
sin algun deseo que les incline á reynar sobre los demás en todos
los modos posibles, y ponen su alegria en los sentimientos que
proponen, porque proponiendolos los hacen suyos, y de todo su
interes: por consiguiente el destruirselos es destruir una cosa que
les pertenece, como que en ello vá su credito, no pudiendo hacerse
esta destruccion sin hacerles ver que se engañan, y
ellos nunca tienen gusto en ser engañados. Aquel que contradice á
otro en algun punto, pretende en esto tener mas luces que èl, y de
esta manera le presenta á un tiempo dos idéas desagradables: una es,
de que el repreendido carece de luz, y la otra, de que el que
repreende le gana en inteligencia. La primera le rebaja, y la
segunda le irrita y excita su emulacion. ¿Como, pues, se podrán
contradecir las opiniones de los demás sin herirlos? Esto puede
hacerse, atendiendo á las circunstancias de su origen, y
contradiciendolas civilmente y con humildad, y respeto. Pero hay
ciertos defectos generales que es preciso evitar: el primero es el
ascendiente, esto es, un modo imperioso de decir sus sentimientos,
de que hay pocas personas que no sean heridas, tanto porque presenta
la imagen de una alma altiva, á que qualquiera tiene aversion por
naturaleza, como porque parece que asi se quiere
tyranizar los espiritus de aquellos á quienes se habla de esta
manera. Este tono es bastante conocido, y es necesario que cada uno
observe en particular lo que lo causa.
El segundo defecto es el ayre decisivo con que el hombre propone sus
opiniones, de un modo dogmatico; y esto es chocante: I.° porque se
injuria á aquellos á quienes se habla en este tono, haciendoles
conocer que contestan una cosa indubitable: 2.° porque proponiendo
así las cosas, no se deja libertad á aquellos á quienes se propone
su exâmen de juzgar de ellas segun su razon, lo que les parece un
dominio injusto.
He dicho los medios de no herir los hombres contradiciendo sus
opiniones, y resta hablar de la manera que conviene conducirse con
respecto á sus pasiones. El despique de que se resienten quando
alguno se opone á sus de-seos, viene tambien del mismo
origen que el que tienen quando se les contradice su sentir; esto
es, de una tiranía natural con que quisieran dominar sobre todos los
hombres, y sujetarlos á su voluntad. Sin embargo, por malo que sea
este sentimiento, no es justo por eso excitarlo por una oposicion
indiscreta. Conviene, pues, adherirse á las inclinaciones de los
demás, en quanto no pugnen con la Ley Christiana, y no importa que
sean ridiculas y contrarias al espíritu de cada uno, porque aquí no
se pretende agradarlos, sinó solamente evitar su desagrado, y su
aversion contra nosotros.
Finalmente, no basta para conservar la paz con los hombres dejar de
hacerles daño, es preciso tambien no picarse quando no practícan con
nosotros lo que he dicho debian practicar, porque es imposible
conservar la paz interior, si somos tan sensibles á todo lo que
pueden hacer, y decir contra nuestras inclinaciones y
sentimientos, siendo dificultoso que el descontento interior que
huviesemos concebido deje de manifestarse, y no nos disponga á obrar
con aquellos que nos repugnan de un modo susceptible de lo mismo, lo
que aumenta las diferencias y causa las riñas. ¿Que perderemos en
resolvernos á no quejarnos jamás? Nada absolutamente; y es muy
creible que no se prosiga en hablar mas mal de nosotros. Al
contrario luego que alguno conozca nuestro disimulo se abstendrá de
continuar motejandonos. No se nos tratará ya mas mal; y si,
obligaremos á qualquiera á que nos ame. La maligna satisfaccion que
recibimos comunicando nuestras quejas á otros ¿vale la pena de
privarnos del tesoro que podremos adquirir con la humilde paciencia?
No puede ser.