El Catón Compostelano: Discurso X
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DISCURSO X.
AL ENEMIGO DE LA PAZ.
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Dialog
Si huviese un hombre que viviese
solo en la tierra, siempre estaría obligado á dos cosas, que
son honrar la Divinidad, y respetarse á si mismo viviendo de
un modo sabio y reglado. Pero quando vive en sociedad, tiene
otras obligaciones á que atender. Dios es el Padre comun de
una gran familia, cuyos hijos son los hombres, unidos por el
lazo de la humanidad, formados unos para otros, y obligados por consiguiente á concurrir al bien público,
y á ayudarse mutuamente en todo; así que el hombre no debe
limitar su atencion, ni su célo á solo el lugar de su
nacimiento, sino considerarse como Ciudadano del mundo
entero, que en este sentido no es mas que una Ciudad. Los
Holandeses comercian con los habitantes del Japon: nosotros
tenemos comercio con aquellos, y de aqui resulta que tambien
lo tenemos con los pueblos que están en la extremidad de la
tierra; porque la utilidad que los Holandeses sacan de estos
muda su estado con respecto á nosotros, y les da medios de
servirnos ó dañarnos. Esto mismo se puede decir de todas las
demas Naciones, que siempre por alguna razon nos
corresponden á nosotros, y entran en la cadena que liga á
todos los hombres entre sí por mutuas necesidades. Si el
hombre, pues, ha nacido para el hombre, y se contempla como
Ciudadano universal ¿con quanta mas razon lo
será del Reyno donde ha nacido, y vive, de la Ciudad donde
habita, de la sociedad de que es miembro, y en fin de sí
mismo y de su corazon? Nuestras diversas pasiones y nuestros
pensamientos necesitan ser analogos al caracter del Pueblo
con quien es preciso vivir, para que de aqui resulte la
armonía exterior, mas util y mas facil de conciliar que la
interior. Sin embargo, quando la Sagrada Escritura nos
obliga á buscar la paz de la Ciudad donde habitamos, lo
entiende igualmente de todas las demás del mundo, y de
nosotros mismos; y por esta razon es necesario que
trabajemos en adquirirla por tan diversos medios, como son
mas ó menos graves las dificultades que se ofrecen. Pero no
se podrá regularmente procurar la paz del mundo, ni de los
Reynos, si á todos los medios que el hombre ponga no añade
el favor Divino. Esta es nuestra obligacion, y en tanto debemos cumplir con ella, en quanto es cierto
que las turbaciones exteriores que dividen los Reynos
provienen muchas veces del poco cuidado que tenemos en pedir
la paz á Dios, y del ningun reconocimiento quando nos la ha
concedido. Las guerras temporales tienen tan estraños
motivos y efectos tan funestos, que nadie podrá conocerlos
bien;
Veamos, pues, primero como el hombre debe procurar la
paz consigo mismo, que es el mayor triunfo que el Cielo le
ha señalado, para proporcionarse así la de la sociedad en
que vive.
Hasta aquí te he hablado, amigo Tarpa, de los
medios de conservar la paz contigo mismo, de que resulta
necesariamente la que debes tener con los demás hombres;
pero para tu claridad daré á esta segunda parte la posible
extension. ¡Cosas por cierto dificiles de practicar son las que me propones, venerable y Christiano
Caton! – Aguarda un poco, querido Tarpa, que aun no lo he
dicho todo. Finalmente, no
basta para conservar la paz con los hombres dejar de
hacerles daño, es preciso tambien no picarse quando no
practícan con nosotros lo que he dicho debian practicar,
porque es imposible conservar la paz interior, si somos tan
sensibles á todo lo que pueden hacer, y decir contra nuestras inclinaciones y sentimientos, siendo
dificultoso que el descontento interior que huviesemos
concebido deje de manifestarse, y no nos disponga á obrar
con aquellos que nos repugnan de un modo susceptible de lo
mismo, lo que aumenta las diferencias y causa las riñas.
¿Que perderemos en resolvernos á no quejarnos jamás? Nada
absolutamente; y es muy creible que no se prosiga en hablar
mas mal de nosotros. Al contrario luego que alguno conozca
nuestro disimulo se abstendrá de continuar motejandonos. No
se nos tratará ya mas mal; y si, obligaremos á qualquiera á
que nos ame. La maligna satisfaccion que recibimos
comunicando nuestras quejas á otros ¿vale la pena de
privarnos del tesoro que podremos adquirir con la humilde
paciencia? No puede ser.
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Exemplum
y por esta razon, quando
S. Pablo encarga que pidamos por los Reyes del
mundo, denota expresamente como un principio de esta
obligacion, la necesidad que tenemos de la
tranquilidad exterior.
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¿Será medio de
procurarsela, fomentar las pasiones que abriga en sí
mismo? La ambicion y la vanidad, deseada una y otra con
tanto ardor, podrán acaso fixar la
felicidad temporal que anhelamos? y en fin ¿Sin saber
hacernos amar, podrá ser que haya quien nos ame? ¡O
ceguedad! ¡O torpeza del hombre la mas deplorable de
quantas tienen cabida en la debilidad de su razon! ¡Y
que haya quien despues de cometer la culpa se atreva á
defenderla! Un instante no mas quiero me oygas, querido
Tarpa; y si no te convenciese, puedes seguir libremente
con tu altanería, con tu sobervia, con tu obstinacion en
pensar, y con tu ayre decisivo. Dejaré solo para
Aristipo, si, para el docil y amable Aristipo mis
instrucciones. Es de una extrema importancia para el
hombre, si quiere mantener la tranquilidad en sí mismo,
que haga la paz con sus semejantes unidos á él por los
lazos mas estrechos; lo que no podrá conseguir sinó
reglando sus pensamientos, y moderando sus pasiones. Es
preciso que tenga presente, que los hombres no se
conducen por lo regular en su vida por la
Fé, ni por la razon. Siguen, si, temerariamente las
impresiones que los objetos presentes hacen en ellos, ó
que les causan tambien las opiniones que han recibido
por aquellos que les rodean; y hay muy pocos que se
dediquen con algun cuidado á considerar lo que les es
verdaderamente util para pasar felizmente esta vida, ó
segun Dios, ó segun el mundo. Si parasen en esto la
reflexion, verian que la Fé y la razon están de acuerdo
con los mas de los deberes y acciones de los hombres;
que las cosas de que la Religion nos aparta son á veces
tan contrarias al reposo de esta vida, como al de la
otra; y que la mayor parte de aquellas á que la misma
Religion nos lleva, contribuyen mas á la felicidad
temporal, que todo quanto pueden adquirir nuestra
ambicion y vanidad. Nada, pues, hay mas digno de nuestro
aprecio, que esta combinacion de la Fé y la razon:
aquella, porque nos impone la obligacion de conservar la
paz con los que nos están unidos, como una
de las mas esenciales á la piedad christiana; y esta
porque nos conduce á ella como a una de las mas
importantes para nuestro propio interés. Descendamos
ahora á los motivos de choque. ¿Qual es el origen de
muchas de nuestras inquietudes y desavenencias? Será por
ventura otro que la imprudencia de picar las pasiones
agenas? Yo á lo menos así lo pienso; y sinó hagamos
justicia. Raras veces sucede que qualquiera hable mal de
otro sin haverle dado motivo, ni que tenga gusto en
hacerle daño, y chocar con el por mera gracia. En algo
este debió contribuir para esto, y no haviendo causas
próxîmas, precisamente las ha de haver remotas. Nosotros
somos quienes disponemos á los hombres por pequeñas
indiscrecciones [sic], á tomar á mal lo que ellos
sufrirían sin pena, si sus corazones no huviesen
concebido algun principio de acrimonia; y nosotros somos
quienes cooperamos por nuestra culpa á
estas inquietudes, y turbaciones que los otros nos
causan. Pensemos ya, pues, en el importante remedio de
sanar estos males de la vida. Dediquemonos á evitarlos,
precaviendo no chocar con nuestros semejantes. La
ciencia que nos enseña á hacerlo nos es mil veces mas
util que todas las que los hombres aprenden con tanto
cuidado. Si saben el arte de domar los animales, y
emplearlos en el uso de la vida ¿será dificultoso saber
el de hacerse los hombres utiles, é impedir que no les
turben ni hagan su vida desgraciada? No lo creo, aunque
la experiencia podía hacerme vacilar, y obligarme á
creer que la estupidez del hombre en quanto á esto es
mas grande. Pero ¿que dificultades son las que se
ofrecen en la adquisicion de esta ciencia, por que
quando aquel no las vence, sin duda pueden ser
inacesibles? O....! Si por cierto, lo son. Y ¿porque? Lo
primero, porque se necesita dulzura en las palabras para multiplicar los amigos, y
apaciguar los enemigos: lo segundo, porque tambien es
preciso que las respuestas sean dulces para aplacar la
colera, y no agrias, porque estas excitan el furor; y lo
tercero, porque no haviendo cosa que menos se consulte
que la Fé y la Religion, de aquí es que mal se podrá dar
credito á la autoridad de sus preceptos, y á las razones
Divinas que nos proponen. Si oyesemos á Jesuchristo que
hace de la paz dos Bienaventuranzas, declarando felices
á los dulces, y prometiendoles la posesion de la tierra;
y á S. Pablo, que hace una ley expresa en quanto á la
paz, mandando que la guardemos, si puede ser, con los
demás hombres, y que tengamos paciencia y dulzura con
todo el mundo, pues que este es el espíritu de la
Iglesia, cumpliriamos con aquellos preceptos, y nos
indemnizaríamos de la responsabilidad de no hacerlo así.
Pero esta es la mayor dificultad que tenemos, por la
formidable guerra que nos han puesto las pasiones.
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No hay cosa tan
conforme al espíritu de la Ley nueva, como la práctica
de este deber, y se puede decir que este es el sendero
por donde aquella nos lleva por su esencia misma; porque
así como el mal deseo, que es la ley de la carne, es un
manantial de divisiones que desunen al hombre de Dios, y
por consiguiente de sí mismo, así por lo contrario es
propio de la caridad, que es la Ley nueva de
Jesuchristo, reparar todas estas desuniones que el
pecado ha producido; reconciliar al hombre con Dios, y
reconciliarle con los demás hombres quitandole el deseo
de dominarlos. Es, pues, imposible que aquella sea viva
y sincera en el corazon humano, sin producir estos
principales efectos. ¿Como luego será
posible amar los hombres sin desear servirlos? y como se
les podrá servir sin estar á bien con ellos? La paz
interior es la primera disposicion que les puede hacer
utiles nuestras obras, ó nuestras palabras; y quando no
se les puede servir con palabras de edificacion, se les
sirve tambien con el silencio, y con el exemplo de la
modestia, de la paciencia, y de las demás virtudes. Es
cierto que ni aun de estos modos les podemos á veces
servir, pero entonces conviene no hacerles daño. Y ¿como
se les daña? Exponiendoles á chocar con nosotros, á
hacer malos juicios, y á entrar en alguna tibieza con
nosotros mismos, disponiendoles á tomar á mal nuestras
acciones ó palabras, á hablar de nosotros de un modo que
no sería bastante equitativo, y que dañaría su
conciencia; y en fin á despreciar la verdad en nuestra
boca, y á no amar la Justicia quando la defendemos.
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El medio de
acertar en la práctica del primero de estos deberes, que
es no herir los hombres, es saber lo que les repugna, y
forma en ellos esta impresion que causa la aversion.
Exâminemos las diversas causas que son capaces de
producirla, y hallaremos que se pueden reducir á dos,
que son la condicion de sus opiniones, y la oposicion á
sus pasiones. Los hombres son naturalmente adictos á sus
opiniones, porque jamas están sin algun deseo que les
incline á reynar sobre los demás en todos los modos
posibles, y ponen su alegria en los sentimientos que
proponen, porque proponiendolos los hacen suyos, y de
todo su interes: por consiguiente el destruirselos es
destruir una cosa que les pertenece, como que en ello vá
su credito, no pudiendo hacerse esta destruccion sin
hacerles ver que se engañan, y ellos nunca
tienen gusto en ser engañados. Aquel que contradice á
otro en algun punto, pretende en esto tener mas luces
que èl, y de esta manera le presenta á un tiempo dos
idéas desagradables: una es, de que el repreendido
carece de luz, y la otra, de que el que repreende le
gana en inteligencia. La primera le rebaja, y la segunda
le irrita y excita su emulacion. ¿Como, pues, se podrán
contradecir las opiniones de los demás sin herirlos?
Esto puede hacerse, atendiendo á las circunstancias de
su origen, y contradiciendolas civilmente y con
humildad, y respeto. Pero hay ciertos defectos generales
que es preciso evitar: el primero es el ascendiente,
esto es, un modo imperioso de decir sus sentimientos, de
que hay pocas personas que no sean heridas, tanto porque
presenta la imagen de una alma altiva, á que qualquiera
tiene aversion por naturaleza, como porque parece que asi se quiere tyranizar los espiritus de
aquellos á quienes se habla de esta manera. Este tono es
bastante conocido, y es necesario que cada uno observe
en particular lo que lo causa. El segundo defecto es el
ayre decisivo con que el hombre propone sus opiniones,
de un modo dogmatico; y esto es chocante: I.° porque se
injuria á aquellos á quienes se habla en este tono,
haciendoles conocer que contestan una cosa indubitable:
2.° porque proponiendo así las cosas, no se deja
libertad á aquellos á quienes se propone su exâmen de
juzgar de ellas segun su razon, lo que les parece un
dominio injusto. He dicho los medios de no herir los
hombres contradiciendo sus opiniones, y resta hablar de
la manera que conviene conducirse con respecto á sus
pasiones. El despique de que se resienten quando alguno
se opone á sus deseos, viene tambien del
mismo origen que el que tienen quando se les contradice
su sentir; esto es, de una tiranía natural con que
quisieran dominar sobre todos los hombres, y sujetarlos
á su voluntad. Sin embargo, por malo que sea este
sentimiento, no es justo por eso excitarlo por una
oposicion indiscreta. Conviene, pues, adherirse á las
inclinaciones de los demás, en quanto no pugnen con la
Ley Christiana, y no importa que sean ridiculas y
contrarias al espíritu de cada uno, porque aquí no se
pretende agradarlos, sinó solamente evitar su desagrado,
y su aversion contra nosotros.